sábado, 20 de agosto de 2011

EL PERRO DEL FARMACÉUTICO (relato)

EL PERRO DEL FARMACÉUTICO

Eligió el día más lluvioso de enero para morirse sin más. Juan Ruiz de Azpitarte falleció a causa de su adicción a los somníferos y a un carácter apocado demasiado propenso a la depresión y la tristeza. El día de su entierro fue el único de todo el invierno en el que el sol brilló con fuerza; como si el tiempo quisiera rendirle un último homenaje a un hombre extremadamente sensible que vivió sin darse cuenta de su suerte y sin saber disfrutar de su fortuna. Juan Ruiz de Azpitarte, farmacéutico de profesión y arqueólogo ameteur en sus ratos libres, era un buen hombre al que nunca le gustó hablar mal de nadie, siempre dispuesto a echar una mano a quien se lo pidiese. El suyo fue un entierro multitudinario. No faltó nadie. Acudió hasta el alcalde. Ya sabéis que para lo único que se unen en los pueblos es para asistir a los funerales y para criticar al prójimo. En los pueblos hay demasiado rencor, la gente no perdona fácilmente y como tienen todo el tiempo del mundo para pensar y sacarle brillo a la memoria, el deseo de venganza se nota en los ojos de las personas. Aunque hay pueblos y pueblos. Todos no son iguales, eso es verdad. Unos son más hospitalarios y agradecidos que otros.

Quien más sintió la muerte del farmacéutico, además de su viuda, doña Leonor García de Santacruz, fue Mingo, el perro de la tía Eulalia, del cual se hizo cargo Juan Ruiz de Azpitarte al fallecer ésta cinco o seis años atrás. Había que ver en el entierro del farmacéutico con qué aflicción marchaba aquel pobre animal detrás del coche fúnebre. Era digna de ver la solemnidad de Mingo detrás del féretro. Aquel día sólo le faltó llorar. El pueblo entero recuerda cómo se quedó solo en el cementerio cuando los demás nos marchamos cada uno a nuestra casa. Permaneció durante tres días y tres noches a los pies de la tumba. Después de aquello nada más se supo de él. Hay quienes piensan que Mingo también murió aquel día igual que su amo.

Los que conocían bien a Juan Ruiz de Azpitarte aseguran que su mal empezó cuando visitó las ruinas del Castillo de la Peña Encantada. Junto con el párroco y el maestro del pueblo se dedicaban a investigar la arqueología del lugar y a realizar pequeñas excavaciones en las que encontraron un poco de todo; así es como hicieron su fabulosa colección de arte. En ella te podías encontrar lo mismo una hacha pulimentada o una vasija del Neolítico que un capitel visigodo, un trozo de mosaico romano que monedas de Al Andalus o exvotos iberos.

El párroco del pueblo, Evaristo Saenz Villanueva, amigo y camarada de correrías arqueológicas y pláticas variadas, no pudo aguantar la emoción y soltó unas lágrimas en la homilía que le dedicó a Juan Ruiz de Azpitarte el día de su funeral. Fueron las palabras más sentidas y llenas de cariño que se hayan escuchado jamás, una verdadera despedida para el amigo. Aquellas palabras todavía hoy retumban en los oídos de muchas personas del pueblo. Algunos dicen, los más atrevidos y descarados, que después de aquella no ha dicho otra homilía igual.

Desde la muerte de su marido doña Leonor García de Santacruz vive en una clausura permanente. Ataviada de negro sólo sale de su casa para hacer las compras necesarias y para ir a la iglesia, que es en el único lugar donde encuentra consuelo y fortaleza.

Según me contó el maestro del pueblo, Pedro Leyva de Irigaray, que era quien le acompañó aquel fatídico día, lo que se encontró allí abajo tuvo que ser algo muy fuerte; porque cuando subió por las cuerdas su rostro desencajado parecía el de un muerto que había vuelto a la vida. Al subir no dijo nada, simplemente le miró y en sus ojos se podía palpar el pánico. Lo que vio en el Castillo de la Peña Encantada le dejó marcado para siempre. Después de aquel día jamás volvió a ser el mismo, ya nunca más salió a buscar tesoros, nunca más habló del tema. Pedro Leyva de Irigaray me dijo que allí abajo, en aquellos corredores y pasadizos, no estuvo más de cinco minutos; sin embargo fueron los cinco minutos más largos de su vida, le parecieron una eternidad. Al principio oyó cómo Juan Ruiz de Azpitarte hablaba con otra persona, parecía una voz de mujer, pero acto seguido sólo se oyeron gritos y más gritos, y la petición de auxilio del farmacéutico: -¡Sacadme de aquí, por Dios! ¡Sacadme! ¡Sacadme!-

Transcurrido un año del sepelio hay vecinos del pueblo que aseguran haber visto a Mingo, el perro del farmacéutico, merodeando por las ruinas del Castillo de la Peña Encantada; incluso hay quienes atestiguan que duerme en la grieta por la que se desciende a los corredores y pasadizos secretos del Castillo. Hasta aquí llega lo que sé y lo que he podido averiguar, lo demás es leyenda.

Autor Custodio Tejada


miércoles, 3 de agosto de 2011

DESTINO

DESTINO

Entré en aquella habitación pensando que la luz de una mirada limpia podría comprender las razones que llevan a un individuo a quitarse la vida. Allí, en una esquina, encima de una mesa con aspecto de altar, se encontraba una máquina de escribir modelo Fitch de 1891 americana –una pieza muy rara y valiosa- y un taco inmaculado de cuartillas. En el suelo tirada había una botella vacía de güisqui barato y un revolver astra police con munición del 38 especial al que le faltaba una bala. La papelera estaba llena de cuartillas arrugadas con no más de una o dos frases escritas. Aquel pobre hombre no pudo soportar la soledad de enfrentarse a un papel en blanco. Fue víctima de su argumento y su propia sangre la tinta que escribió el final perfecto.


Autor Custodio Tejada